dijous, 15 de gener del 2009

Xavier Sala i Martí sobre la crisi

El gobierno da las culpas de la crisis española a la situación financiera internacional pero no, la crisis española no viene de fuera sino que es made in Spain.


Hace unas décadas, España era un país pobre y basó su crecimiento en la producción y venta de productos baratos (turismo, textil, zapatos, juguetes y hortalizas). Eso era posible porque, al ser pobre, los salarios y, por lo tanto, los costes de producción eran bajos. A medida que España crecía, los salarios subían y la competitividad desaparecía. Y cuando uno no puede competir vendiendo sus productos más baratos que los demás, uno tiene que hacer cosa nuevas. Es decir, uno tiene que innovar. Pero España nunca hizo los deberes en temas de innovación. No lo hizo porque intentó perpetuar la situación de salarios bajos a base de contratar a inmigrantes pobres. Esa inmigración que algunos presentaron como la salvación nacional, en realidad lo que hacía era retardar las reformas empresariales ya que permitía seguir pagando salarios bajos en lugar de innovar o adaptar tecnologías modernas: si no hubiera habido inmigrantes que aceptaran salarios miserables de camareros, hace tiempo que las empresas turísticas habrían tenido que transformarse y dedicarse a actividades de mayor valor añadido.


Otra razón por la que nunca se llevaron a cabo las reformas necesarias para fomentar la innovación fue la burbuja inmobiliaria. Por alguna razón misteriosa, se generalizó entre la ciudadanía la idea de que el ladrillo era una inversión segura (porque “el ladrillo nunca baja”, nos decían algunos expertos). Y como el ladrillo nunca bajaba, todo el mundo quiso especular comprando viviendas. Por un lado, eso hacía subir el precio de las mismas, lo cual confirmaba la hipótesis de que el ladrillo nunca bajaba y, por otro, hizo que las constructoras se forraran construyendo y vendiendo viviendas. Durante ese proceso, el sector creaba empleo y riqueza: entre un 15% y un 19% del crecimiento español venía explicado por el sector de la construcción (en comparación, en Estados Unidos sólo el 4% del PIB venía de la construcción). Pero ese crecimiento solamente se podía mantener si seguía la histeria colectiva que hacía que los precios siguieran subiendo. El problema es que los precios no podían seguir subiendo hasta el infinito… y dejaron de subir: el ladrillo dejó de ser una buena inversión, la gente dejó de comprar, las constructoras e inmobiliarias dejaron de contratar a trabajadores y, ahora, entre el 15% y el 19% del PIB corre el riesgo de desaparecer.


¿Qué tiene que ver eso con la falta de innovación?: ¡la complacencia! Como las cosas iban bien, nadie veía la necesidad de llevar a cabo las dolorosas reformas que habrían fomentado la innovación. En medio de toda esa exuberancia, nadie se hizo la pregunta clave: cuando se acabe el boom de la construcción, ¿qué producirá España exactamente? La respuesta estaba clara: nada… o bien poco.


La monumental borrachera de la construcción dejó no una sino dos resacas importantes. Por un lado, las inmobiliarias tienen una deuda que ronda los 300.000 millones de euros, lo que equivale a ¡el 27% del PIB! Eso no sería un problema si no fuera porque los ingresos de ese sector en la actualidad son casi nulos con lo que les resultará imposible pagar esa deuda. Consecuencia: la banca (esa banca tan bien supervisada por el sistema regulador español), se va a tener que quedar con viviendas, solares, edificios a medio construir, y ciudades fantasma en la Costa del Sol. Una parte de todas esas propiedades va a ser revendida, a precios de saldo, y quizá recupere el 66% en términos reales. El agujero final será, pues, de unos 100.000 millones de euros: casi el 10% del PIB.


Por otro lado, ha quedado un déficit exterior que, curiosamente, también ronda el 10% del PIB. El déficit exterior es la diferencia entre la demanda agregada y la oferta agregada de la economía: si la gente quiere comprar (demanda) más de lo que produce (ofrece), la diferencia debe ser comprada en el extranjero (déficit exterior). Si, por el contrario, la gente produce más de lo que compra, la diferencia se vende al exterior (superávit). Mirado así, el déficit sólo se puede corregir de dos maneras: aumentando la oferta o disminuyendo la demanda. Así de simple. Reducir la demanda quiere decir que las familias, las empresas y el gobierno gasten un 10% menos. Es decir, una recesión económica del 10% del PIB relativo al potencial. No sabemos si esa caída se producirá durante el 2009 (como pasó en algunos países asiáticos durante la crisis del 97-98 o lo que pasó en Argentina en el 2000) o si habrá una caída más lenta pero mucho más larga (por ejemplo, una reducción del 1% cada año durante 10 años). Lo que sí sabemos es que la caída sucederá. La alternativa es el aumento de la oferta. Es decir, el aumento de la productividad y la competitividad de las empresas.


Lo que nos lleva a las medidas anticrisis. Si el gobierno quiere evitar la catástrofe económica, debe concentrarse en el fomento de la productividad. No hay alternativa. Para ello debe llevar a cabo tres tipos de acciones. Primero, hay que tomar medidas que afecten rápidamente la competitividad como la reducción de costes burocráticos, la eliminación de regulaciones caprichosas o la reducción de costes fiscales relacionados con la producción, contratación e inversión.


Segundo, si se quieren tomar medidas de corte “keynesiano”, que se seleccionen aquellas que tengan un mayor efecto sobre la productividad. En este sentido, una política fiscal expansiva a base de reducción de impuestos que hagan a las empresas más competitivas es mejor que aumento del gasto público que implique mayores cargas fiscales futuras. O cuando se decida entre diferentes tipos de infraestructuras, que se escojan las que generen mayor competitividad empresarial y que den lugar a más innovación. O cuando se decida rescatar o ayudar a un sector, que se pregunte si es un sector de futuro o de pasado o si ese sector se instaló en España porque buscaba salarios bajos. Y cuidado con mantener déficits demasiado grandes porque un exceso de deuda pública va a conllevar una reducción del rating de la deuda española, con la consiguiente pérdida de reputación internacional.


Tercero, deben empezar a introducirse aquellas reformas que no van a tener efectos a corto plazo pero que son fundamentales para la competitividad a la larga. Entre ellas, son fundamentales la transformación del sistema educativo secundario para fomentar la creatividad, el espíritu crítico y el espíritu emprendedor de los estudiantes, la reforma de la universidad reduciendo el papel del funcionariado e fomentando competencia, la transformación del sistema financiero para que existan instituciones capaces de financiar proyectos de innovación o la erradicación de los excesos intervencionistas en sectores clave.


Se avecina una catástrofe económica sin precedentes y el gobierno tiene la oportunidad histórica de demostrar que su comportamiento errático durante el 2008 se debía más a que la situación le había cogido por sorpresa que a la incompetencia de sus ministros importantes. La hora de la verdad ha llegado a España.





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